

Créditos
A Torinói ló (The Turin Horse), 2011, Hungría, dir. Béla Tarr
"¿Tampoco los puedes escuchar?"
"¿El qué?
"Las carcomas, no lo estan haciendo. Las he escuchado durante 58 años. Pero ahora no las escucho."
El campesino, con solo un brazo y un ojo funcionales, llega a su casa; la hija recoge las correas del caballo y juntos empujan el carro en el establo. La hija del viejo, una vez el caballo dentro de su cobertijo, cierra cada una de las puertas.
Recoge y empuja una piedra que aguanta la puerta abierta frente al viento, y la cierra.
Así cuatro veces.
La hija saca una de las muchas patatas de un baúl, siendo esa la única comida que tienen.
Entonces, mientras las patatas se cocinan, se sienta y observa la ventana, durante un buen rato. Inmóvil, observa el agresivo y violento viento golpear contra los viejos cristales. El viento, de misma forma que el espectador, parece también querer entender a la hija del viejo granjero.
Esa misma ventana encuadra a la perfección los desolados montes, con un gran roble en la parte superior derecha; aún sin hojas, quizá ya en la muerte, sigue mostrando su dominancia.
Luego estiende la ropa recién lavada y el padre, con sus blancos rizos y arropado por una manta, mira al suelo derrotado. Es consciente del cierto cambio que su mera existencia produce alrededor. Un ser torpe y dependiente.
Durante el monólogo del visitante, la cámara, ambos escuchan atentamente:
"Tuve que entender, y entendí, que estaba equivocado, estuve realmente equivocado cuando pensé que nunca ha habido y nunca habría ningún tipo de cambio aquí en la tierra. Porque créeme, este cambio ya ha tenido lugar."
Un cambio incesante pero tímido. El cambio es presente siempre. El ser humano le teme quizás, por obligarle a afrontar su mortalidad. Decidir ignorar el cambio ocurre mediante la repetición constante, la rutina. Cuanto más parecida es una repetición a la anterior, más seguridad transmite a la intranquila mente humana.
La hija sigue en la seguridad de la rutina; el hombre, en cambio, se acerca a la muerte. La rutina de su vida empieza a descomponerse. El campo está desolado, los árboles que quedan se elevan desnudos y con el mismo triste aspecto que el viejo campesino. El viento llama a la puerta de la casa agresivamente, reclamando lo que es suyo. El caballo enferma y eventualmente, muere.
El caballo sirve de aviso para el principio del fin del viejo.
La película permite afrontar la lenta muerte del caballo, de forma deprimente y desconsoladora. Aún así, lo verdaderamente interesante es imaginar lo próximo; tras cerrar el telón de los créditos. La oscuridad invade la casa del campesino, y nunca llegamos a ver si el sol se vuelve a alzar.